Equilibristas
Hace poco participé en un taller con una veintena de personas más. En una de las sesiones se nos propuso, a través de imágenes dispersas sobre una mesa, escoger dos. Una representaría la visión personal del Creador; la otra, la que tenemos del hombre. Después de discernir, tomar y desordenar las fotos, cada uno mostró y explicó su elección. Unas tras otras se iban sucediendo las imágenes: cordilleras majestuosas, mares profundos, árboles infinitos, madres amorosas, parejas, guaguas. Cuando estábamos sobre la hora y ya todo parecía predecible, un hombre sacó su foto de lo humano. Un tipo caminaba sobre un fino cordel, se veían sus largos brazos abiertos para no caer. Era un equilibrista. "Somos tan frágiles", dijo. La escena golpeó mi mente y mi corazón. Hay una delgada línea entre la vida y la muerte... ... Mariana Grunefeld Echeverria es periodista de la U. Católica de Chile y post grado en la U. de Navarra, España. Ha trabajado en diversos medios de comunicación como periodista, entrevistadora y editora general. En reiteradas ocasiones ha dictado cursos de actualidad y charlas para público general. Desde hace 14 años enseña en la Universidad de Los Andes los cursos de Reportaje y Crónica y Seminario de Actualidad. Ha escrito y publicado los libros "Pasión por Entrevistar" y "Mujer Estrella de Chile", éste último por encargo de la Conferencia Episcopal chilena a propósito del Bicentenario. Casada con Alfonso Larrain y madre de seis hijos, pertenece junto a su marido al Movimiento de Schoenstatt desde hace 21 años y es miembro del directorio del Instituto Padre Kentenich, IPK.
| Mariana Grunefeld Mariana GrunefeldHace poco participé en un taller con una veintena de personas más. En una de las sesiones se nos propuso, a través de imágenes dispersas sobre una mesa, escoger dos. Una representaría la visión personal del Creador; la otra, la que tenemos del hombre. Después de discernir, tomar y desordenar las fotos, cada uno mostró y explicó su elección. Unas tras otras se iban sucediendo las imágenes: cordilleras majestuosas, mares profundos, árboles infinitos, madres amorosas, parejas, guaguas. Cuando estábamos sobre la hora y ya todo parecía predecible, un hombre sacó su foto de lo humano. Un tipo caminaba sobre un fino cordel, se veían sus largos brazos abiertos para no caer. Era un equilibrista. "Somos tan frágiles", dijo. La escena golpeó mi mente y mi corazón. Hay una delgada línea entre la vida y la muerte, entre la normalidad y la locura, entre la sanidad y la enfermedad. Un detalle, un segundo, una decisión, cambian la vida, esa que se tiene como obvia.
Y tomamos cada día como si fuera un derecho adquirido. Cumplir con la agenda, que haya desayuno y la familia esté donde debe estar, que el cuerpo, la micro o el auto funcionen, que el trabajo se haga, que salgamos a comer con los amigos, que los hijos estudien y progresen. Una inmensa rutina autoimpuesta que da la pauta de la normalidad, de lo que debe ser. Me acuerdo cuando hace algunos años le hice la última entrevista a mi gran amigo, el abogado y periodista Roberto Pulido. "Cuando entro al hospital", me dijo, "pienso que vivo el mundo al revés, aquí están los sanos, los enfermos están allá afuera". El asombro por la vida, la gratuidad y la gratitud, el abandono en el Padre, la fraternidad, la vivían ellos, no nosotros.
Este invierno, estando de vacaciones en lago Ranco, mi hija de 13 años sufrió un grave accidente cerebral. Lo que puede ocurrir a otros, a extraños, lo que no se espera, simplemente sucedió en el centro de nuestras vidas. Ella estaba sola, lejos. Llegar a recogerla en medio del potrero más aislado fue comenzar la carrera por subirla a su cuerda, a una normalidad que parecía flaquear. La llevamos por los caminos más calamitosos al centro de salud más cercano. Estuvimos atrapados con los aeropuertos cerrados por la neblina y cenizas del volcán Caulle. 48 horas demoramos en llegar al mejor hospital de la capital para que nos dijeran esto: "No hay remedio ni operación posibles. Hay que dejar que la naturaleza actúe". La UCI, la treintena de médicos, la carrera de exámenes, las jeringas en su cuerpo y las temibles juntas médicas aclararon que lo fundamental no lo controlan ni ellos ni nosotros. "Señora, vamos a rezar", me dijo el jefe del hospital. Resulta que vivía arriba de una cuerda y no a campo traviesa como pensaba.
Mi hija ha vuelto a su casa. Se ha recuperado sin dejar rastros, sus secuelas son invisibles. Ha vuelto a caminar, a subir y bajar escaleras, a tocar piano, a tejer, a leer, a ir al colegio, sí, bendito colegio y bendita rutina. Cada noche la encomiendo a su ángel, a la Virgen, al Señor de la vida y de la muerte. Cuando despierta y veo que amanece bien, que se arregla, que se ríe y que me mira como diciendo ¿por qué me miras?, doy gracias por un día más, porque nos reímos juntas, porque puedo levantarme temprano y escucharla y pienso qué grande es el Señor que en el más remoto de los lugares, rodeada sólo de niños, tirada en el potrero en medio del total desvalimiento, la salvó.
Somos equilibristas, sólo que pasamos corriendo sobre ese delgado cordel con los ojos vendados, creyendo que tenemos todo controlado.